Autor:
@Epalacior
La pequeña casa separada del ala
izquierda de la casa grande siempre se vistió de café; de café también
se vistió quien la habitaba. Al mirarla era inevitable entonar la
antigua canción “Ya no vive nadie en ella…” pero, si vivía alguien, “Se
cerraron para siempre sus ventanas…”. Entrada la noche se abría la
puerta para dar paso a una figura estilizada que, con altivez, recorría
las calles buscando siempre los lugares oscuros.

Algunos decían que las puertas se abrían a
la media noche para dar paso a las ánimas; afirmaban que quien habitaba
ese misterioso lugar tenía pactos con los muertos; otros juraban que no
eran muertos quienes cruzaban aquella puerta, que eran hombres buscando
amor; algunas veces se escucharon gemidos.
Tan misterioso como el lugar, era el
origen de quien lo habitaba; doña Rosa contaba que provenía de una de
las familias más adineradas del pueblo pero que era una deshonra, por
ello había sido enviado a la ciudad, pasados los años, con sus padres
muertos, le había poseído la soledad y había regresado; sin embargo, el
aislamiento aquí era mucho mayor. Incluso, se cuenta que, a su paso por
las calles lo precedían cierres de puertas que dejaban a salvo a los
niños.

El pánico se apoderó de los hombres del pueblo, la curiosidad de las mujeres, las boletas “se vendieron como arroz”;
dicen que en las noches se escucharon súplicas y amenazas, también
sonidos de monedas al caer, algunas de las cuales rodaron por las
escalas hasta perderse en la calle…

Un niño interrumpió la esperada ceremonia; por las escalas de la misteriosa casa, corría sangre…
Y aquél ser quedó para siempre en el
imaginario del pueblo: que era un hombre, decían unos; que era una
mujer, decían otros; que era una mujer en el cuerpo de un hombre,
dijeron los demás; nunca se supo. Bueno, lo supieron los muertos que
visitaban su casa, o los hombres que disfrutaron su amor.
*Con especial dedicación a @prensapaisa
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